La situación económica de los españoles se ha representado como una realista sátira en El Club del paro, la última película de David Marqués, estrenada el pasado 17 de septiembre. Carlos Areces, Fernando Tejero, Adrià Collado y Eric Francés, conforman el equipo de actores prometiendo la garantía de una apuesta segura en el ámbito de la comedia nacional.
Lejos de dar pie a una sucesión de opiniones uniformes, el largometraje ha despertado en los espectadores sensaciones de muy diversa naturaleza. Incomodidad en los que lo consideran una frivolidad para una tan sensible tesitura, agrado para aquellos que buscan, precisamente la risa y la distensión ante semejante coyuntura. Entre medias, una impresión desdibujada que no se decide y que se resigna a sonreír porque “es lo que hay”.
Y es que, El Club del paro, es tan variada en los impactos como en su realización. El audiovisual, pese a exponer un guion sencillo, contiene una curiosa combinación de estilos. El documental ficticio es el principal, manteniendo la escena de los cuatro amigos en el bar como hilo conductor entre sus diferentes historias. Esa potente y pura estampa de cervezas y tapas es moderada a través de los relatos individuales de los personajes. Es necesario para el público salir de vez en cuando de la taberna y Marqués le da un descanso llevándolo hasta las narraciones que cada sujeto presenta.
Estas pausas, aunque más cercanas al panorama base, son logradas también a partir de las entrevistas. Los protagonistas cuentan más acerca de ellos mismos y sobre los demás, expresando una franqueza diferente a la que se observa en sus conversaciones. Conversaciones tediosas para el personaje de Fernando, motivo por el cual este pasa a convertirse en la figura identificativa para el espectador, aproximándolo a la diégesis.
El éxito de esta obra reside en el desconcierto justificado
La técnica de cámara al hombro es otra de las herramientas que Marqués no duda en emplear alcanzando una verdad tosca y afín al otro lado de la pantalla. Un buen ritmo de montaje propone un dinamismo que permite sostener lo banal de los diálogos. Estos, repletos de saltos temáticos y enunciados que parecen lanzados al aire, encuentran la cadencia perfecta para no permitir al público olvidar qué había dicho el personaje anterior, y el anterior, y el anterior.
El éxito de esta obra reside en el desconcierto justificado. A quien la está viendo le extraña la trivialidad de los asuntos que tratan los cuatro amigos como si les fuera la vida en ello. Cuando entre ellos confiesan su ideología política, la cámara se aleja y al espectador le es imposible comprender palabra. Sin embargo, los comentarios posteriores entre los personajes son suficiente para contemplar sin juicio, o para imaginarlo. En una obra donde todo aparenta decirse porque sí, nada lo es. De hecho, dice mucho más que si se pretendiera decir por alguna razón.
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