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Desde que acabó la pandemia, hay una sensación latente de violencia en la sociedad. Parece que se ha perdido la capacidad de entender al otro, la capacidad de negociar. Echamos la culpa a la clase política, cuando el problema en realidad somos nosotros. La política es (y debe ser) un reflejo de la sociedad que representa, y no hay mejor reflejo que lo que observamos día a día en cualquier parlamento a nivel mundial. El tono acalorado constante, la incapacidad de llegar a acuerdos, los bandos cerrados, las mentes cerradas… Da igual que estemos hablando de un debate político en un parlamento, una conversación entre amigos o una cena entre familiares. A muchos les podrá sorprender, pero esta escalada de violencia tiene una clara explicación biológica, al fin y al cabo, aunque nos creamos el óptimo de la evolución, no somos más que animales.
Este comportamiento lo podemos observar en cualquier animal, ante una situación convulsa, en la que los recursos escasean, las escaladas de violencias se vuelven continuas. Sin embargo, en tiempos donde hay abundancia, esta violencia desaparece. ¿Por qué? Porque las necesidades están cubiertas. ¿Para qué gastar energía en pelear?
Ahora llega el momento de hacer lo difícil, eliminar esa violencia
Sentimos que esta pandemia nos ha quitado algo que ahora vemos como tan valioso pero que siempre habíamos dado por supuesto, la ya tan quemada libertad, y se ha creado tal sentimiento de descontento individual que ha terminado estallando. Cuando todo el descontento individual se vuelve uno solo, es más fuerte, porque la gente que lo forma se ve con más fuerza al estar respaldados por otros. Si no estoy solo o sola pensando esto, si somos muchos más, entonces tengo razón. Lógica aplastante. Esto también tiene una explicación biológica, se llama sentimiento de pertenencia a un grupo. El problema es que hay muchos tipos de descontentos y muchas formas de entender las situaciones, pero nos hemos cerrado en bloque en los grupos que inconscientemente hemos creado y hemos etiquetado, como tanto nos gusta. No hay margen para el razonamiento y para valorar la situación. Si o no, no hay puntos medios. Podemos culpar a la pandemia de la situación en la que nos encontramos, pero quizás sólo se ha adelantado lo que se veía venir. Creemos que vivimos en un mundo mejor que el de nuestros padres y el de nuestros abuelos. Puede que sea cierto, o puede simplemente que estemos disfrazando la miseria de modernidad. Si fuésemos capaces de abstraernos de verdad, de ver la sociedad desde fuera, veríamos que existen muchas personas que con 30 años ganando 1.000€ al mes no pueden alquilar una casa cerca de su trabajo porque el precio es más de la mitad de su sueldo. Por eso, hemos normalizado los pisos compartidos por la miseria de no poder pagar un espacio en el que vivir, pero lo hemos enmascarado como algo moderno, como un estilo de vida actual. Eso si tienen un sueldo, porque tenemos una tasa altísima de jóvenes más que preparados y bien formados, que no tienen en qué trabajar. Y cuando aceptan trabajos también miserables, pero que se encuentran detrás de una marca o lema llamativo, no pasa nada. Es normal también. ¿De verdad lo es? ¿Es normal que, teniendo en cuenta que nuestro óptimo biológico empieza a disminuir a partir de los 35 años, a esa edad no tengamos actualmente una casa o un trabajo estables? Quizás no es que no lo veamos, es que no queremos verlo.
Y ahora llega el momento de hacer lo difícil, eliminar esa violencia. Por suerte, seguimos siendo animales y la solución es la misma, que existan recursos suficientes para todos. Lo que pasa es que los recursos cuando nos referimos a las sociedades humanas son más complejos que en cualquier otra sociedad animal. Necesitamos poder vivir tranquilos, tener asegurado un presente y un futuro para poder pensar como sociedad y no como individuos. La única forma de que se rebaje el tono y se vuelva a la concordia es que estemos seguros individualmente, para poder pensar en la seguridad de todos.
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