Este navegador no soporta este formato de vídeo.
Han tenido que pasar 20 años para volver a ver a una de las leyendas del boxeo sobre el ring. Un regreso ansiado por todos, lo que parecía el inicio de otra etapa. El titán de Mike Tyson a sus 58 años se batía este pasado fin de semana contra un jovencísimo y desconocido benjamín del boxeo: Jake Paul, de 27 años y desde hace cinco, boxeador profesional con una fama heredada de su hermano youtuber, Logan Paul.
Lo que se vendió como una velada de boxeo retransmitida por el gigante Netflix, se vio aplastada por el teatro y los dólares. Como espectadora es frustrante comprobar como los rumores eran ciertos: pan y circo para nosotros y 40 millones para las arcas del ganador.
Combates como estos me hacen reflexionar sobre el fin de un espectáculo así. Con una diferencia de edad de más de 30 años, ¿qué fin se buscaba? Veladas así difuminan la línea entre la competencia legítima y los eventos pensados exclusivamente para atraer audiencias. Nos venden nostalgia, espectáculo y morbo, pero a costa de la credibilidad del boxeo.
El problema no radica en los protagonistas, sino en lo que este tipo de eventos representan para el futuro del boxeo. ¿Estamos aceptando que los combates entre figuras mediáticas y leyendas retiradas son el nuevo estándar? ¿Dónde quedan los boxeadores que pasan años entrenando, escalando categorías y enfrentándose a verdaderos contrincantes?
El regreso de Tyson dejó un sabor amargo y no fue precisamente por su edad o nivel, sino por ver como una leyenda estaba siendo utilizada como una pieza de esta farsa. Tyson merecía un homenaje, no un rol secundario en el circo moderno. Mientras las arcas de los promotores se llenan, el boxeo como deporte sigue perdiendo algo esencial: respeto. Si este es el futuro del boxeo, temo que perderemos a muchos Tyson futuros.