Tal y como refleja el mítico film del dos mil siete de los hermanos Cohen, coprotagonizado por nuestro oscarizado Bardem, amén de otro sin fin de actores y actrices de renombre, existen ciertos lugares en el mundo en que por un sinfín de razones de índoles dispares llegar a la edad de la jubilación se torna harto complicada y en algunos casos el «retiro» se contempla como el fin de la existencia mundana.
Ni por asomo es el caso de nuestra piel de toro, instalada en lo más alto del podium mundial respecto a la máxima longevidad de sus ciudadanos cuya esperanza de vida ha batido todos los record, siendo nuestra forma de vida, alimentación y hábitos saludables, modelo a seguir a pie juntillas por otras sociedades del planeta.
Pero en contrapartida, no es oro todo lo que reluce, harina todo lo que blanquea, ni todo el monte es orégano, pues ante una excelencia siempre existe un handicap que echa por tierra, laureles y medallas.
El fantasma invisible, pero cierto de una población envejecida ha llamado a nuestras puertas, abriendo ante nuestra sociedad «moderna», una serie de circunstancias y consecuencias previsibles a medio y largo plazo como son entre otras, el sostenimiento de nuestro modelo del bienestar en base a un gasto sanitario y social exacerbado sumado al riesgo elevado en el gasto del sistema de pensiones, aderezado de un menor nivel de consumo por parte de la población envejecida y una merma de los recursos financieros del estado, menoscaban considerablemente la solvencia y capacidad de respuesta económica del país en un futuro muy próximo en el tiempo.
Ni por asomo es el caso de nuestra piel de toro
Un país donde el índice de la natalidad se estanca o se contrae y en el que una parte significativa de su juventud no ve plausible afrontar la continuidad de la especie, pasando del status de hijos perpetuos a ascendientes incipientes, tal vez el resultado no sea símbolo de opulencia y esplendor, sino un síntoma claro de retroceso y decadencia.
Si en el año dos mil treinta, se estima que casi un tercio de nuestros ciudadanos serán mayores de sesenta y cinco años, que Dios reparta suerte y nos arriende las ganancias para poder solventar el tremendo gasto social, frente a una pirámide poblacional envejecida en su mayor parte.
Ya vamos contracorriente, pues si jugamos con un reloj de arena y sus imprecisiones, en vez de hacerlo con un artilugio electrónico cuya lectura en la práctica es casi libre de errores, no está nada clara ni definida la solución a bote pronto.
Esperemos que entre dimes y diretes, al final no nos pille el toro en paños menores o en cueros. De momento parece, que este sí que será país para viejos, aunque aún no tengamos claro… de qué manera sostenerlo.