Aún recuerdo con nostalgia la primera vez que vi unos Juegos Olímpicos. Estaba con mi padre en el pueblo, como cada agosto; recuerdo hacerle mil preguntas sobre las normas de todos esos deportes “raros” a mis ojos de niña. Mi abuelo también preguntaba, todos comentábamos sin saber muy bien cómo se ganaba en judo o cómo se puntuaba en gimnasia artística.
Un escenario muy diferente a la primera vez que vi unos Juegos Paralímpicos. No fue ese mismo año, los descubrí de mayor, aunque la cita deportiva siempre haya sido correlativa. Recuerdo también que no congregaba a tantas personas de mi familia alrededor de la tele; tampoco lo vi emitido en un bar, en una pantalla gigante en una plaza, en una casa con amigos.
A quien sí que recuerdo es a Teresa Perales. También tengo presente el silencio que contrastaba con la euforia de verla ganar un oro. Un silencio de admiración, de completo respeto; un silencio extraordinario ante la competición que acababa de contemplar. Con esos mismo ojos de niña sigo viendolos, pero ahora los veo con el corazón compungido al comprobar cómo continúan quedándose relegados a meros resúmenes y horarios de escasa audiencia.
Los Juegos Paralímpicos no solo son una competición deportiva, encarnan la lucha diaria contra la adversidad. El esfuerzo titánico de enfrentarse a los rivales y a un sistema que muchas veces les da la espalda. La visibilidad es crucial. Cuando les damos la cobertura que merecen se envía un poderoso mensaje a la sociedad: que todos, independientemente de nuestras capacidades físicas, tenemos el derecho a soñar, a luchar y a triunfar.
Los Juegos Paralímpicos deben ocupar el lugar que les corresponde en las pantallas. No como un acto de caridad, sino como un acto de justicia y respeto. Es responsabilidad de los medios e instituciones darles el espacio que merecen. Lo contrario conlleva perpetuar la invisibilidad de quienes ya enfrentan suficientes barreras en su día a día.